doctor Rigo

Las Tunas.- El nuevo día acoge la rutina en la sala de Neonatología del hospital Ernesto Guevara. En los pasillos se respiran miedo e incertidumbre, y el ir y venir constante de personas “dibuja” los amaneceres. De repente suena la alarma, y ¡a correr!, ni siquiera se definen los rostros, solo se perciben las batas blancas y verdes. En medio del ajetreo una voz firme y dulce ofrece confianza a los familiares: “Yo soy el doctor Rigo, no se preocupen, todo va a estar bien”. Y se va de prisa a salvar a algún pequeño recién salido del claustro materno, como si en ello le fuera la propia existencia.

Quienes conocen a Rigoberto Rodríguez Arévalo, especialista en Neonatología, pueden dar fe de la entrega absoluta y el amor que profesa a la labor que ha dedicado más de seis décadas. Esa sensibilidad le viene en las raíces, y sus padres, confiesa, fueron los “culpables” de fomentarla. “Soy hijo de campesinos, mi papá era dueño de una colonia y mi mamá ama de casa, y una mujer maravillosa. Me dio el pecho hasta los 6 años de edad y eso es algo que valoro mucho porque aprendí a amar y a estimarla, y a mi entorno”.

Estudiar Medicina fue siempre un gran anhelo que hizo realidad con más de dos décadas de vida. “Al terminar la Primaria comencé a trabajar en una farmacia, luego hice la Secundaria y el Preuniversitario, ambos en horarios nocturnos. Pasé un curso de auxiliar de contador y otro de profesor de Secundaria Básica, y a los 25 años me fui a estudiar la carrera de Medicina a Santiago de Cuba”.

Así dio sus primeros pasos en una profesión que no admite descanso, pero sí ofrece el gozo de saberse útil y devolver esperanzas, sonrisas... En aquella época, cuando cursaba el sexto año, ocupó la dirección de un policlínico y allí presenció el nacimiento de muchos bebés. “Me enamoré de esas criaturas, pues eran las más desvalidas y necesitaban mayor ayuda. A partir de ahí mi nueva meta fue convertirme en un buen neonatólogo”, afirma.

UN PADRE PARA LOS TUNEROS

La luz de un sueño llevó a este holguinero hacia el Balcón de Oriente, “solo por un año”, sin embargo, el calor del corazón hizo su estadía un poco más duradera. “Soy de los que piensan que uno debe quedarse donde más falta haga y no donde mejor se sienta, y he visto nacer a tantos niños, participé en la formación de muchos alumnos, y atendí a infinidad de personas que me considero un padre para los tuneros.

“Amo mucho mi trabajo, sobre todo valoro la lactancia materna, el método piel a piel, porque sé que detrás viene el apego, el afecto y nacen los verdaderos sentimientos. Esa es mi lucha y no descansaré en ese empeño”.

Unas 24 horas no le bastan para salvar vidas en esa institución a la que llama su casa, y el brillo particular de los ojos narra aún muchas más anécdotas que las sabias palabras, pero no deja de poner en sus labios toda la satisfacción y el compromiso que lo invaden.

“Te digo algo, y quizás parezca alocado -sonríe mientras saluda a sus estudiantes-, si yo no traigo puesta esta bata, no me siento bien. Si no vengo al hospital me siento perdido, porque he hecho adicción a mi labor, la amo porque sé su valor, y cuando uno hace algo que considera bueno, entonces como suelo decir, ‘hay que morir con las botas puestas’.

“Ver nacer a un niño resulta algo grandioso, pues es la creación más valiosa que existe, al menos en este mundo”.

MÁS DE 60 AÑOS DE SACRIFICIOS Y ENTREGA

Como todos los caminos empedrados, no siempre ha venido la dicha a su encuentro, mas no rendirse en la lucha es, ante todo, su más grande propósito.

“Lamentablemente tengo vivencias amargas, recibir pequeños que uno quiere salvar y no es posible hacerlo. Ver lágrimas en padres y familiares, escuchar a gritos el dolor y la esperanza fusionados en una sola frase: ‘Salve a mi hijo doctor’, y saber que no es posible. Pero uno no se rinde, batalla y trata de que cada latido sea una bomba de fuerzas para aquel infante que se bate contra la muerte”.

Mientras “rebusca” en su memoria pasajes de sus fructíferos 64 años de trabajo, también menciona con humildad lo que, considera, pudo ser diferente o quizás mejor. Aun así, sus méritos se resumen en las tantas vidas salvadas. “Creo que pude hacer más en varias ocasiones, claro, eso si hubiera contado con todas las condiciones, incluso, con un poco menos de presión. A pesar de la experiencia acumulada tampoco realicé un doctorado, y faltan otros anhelos por realizar”.

La jubilación ya tocó a su puerta, pero solo abandonará la profesión cuando cierre los ojos o mengüen sus energías. “Si de algo estoy seguro es de que no dejaré de acudir a este servicio que me ha convertido en el hombre que fui, soy y seré”, asegura.

“En un futuro quisiera que recordaran que defendí causas justas y, sobre todo, que quede grabado, que en la unión está la fuerza, y que la superficialidad no hace al neonatólogo, soy de los que creen que esta rama es de personas sencillas y humildes.

“Admito que no siempre he recibido el reconocimiento de quienes me rodean; sin embargo, para mí lo más importante es la satisfacción de haber ayudado a alguien y poder decir, con determinación: ‘Yo soy el doctor Rigo, ¿qué le preocupa?’. Es ahí cuando siento que soy útil, ese es mi mayor pago y el que me hace feliz”.

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