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Las Tunas.- El maestro es la joya de la corona; en su actuar y ejemplo, en su obra, late un país. Maestro es el que muestra, el que enseña, el que saca de dentro y enciende fuegos. El corazón de un pueblo se templa en las manos virtuosas de sus pedagogos. Tienen estos la inefable capacidad de amasar las sociedades y resulta cierto que no es una faena que emprenden solos, pero sí son, de ese organismo creador, fuerza motriz, músculo mayor.

No hay aprendizaje que no llegue de la mano de un “evangelio vivo”; sin importar el momento de la vida, que es, por demás, un interminable discipulado. Poseen la rara singularidad de revelar “a los hombres su propia naturaleza” y de ayudarlos a empinarse para alcanzar la aspiración martiana de “ser cultos para ser libres”.

Tuve y tengo excelentes maestros; inolvidables, de los que se quedan tatuados en la memoria, el intelecto, el saber y la humanidad. Educadores a toda prueba, verdaderos formadores que desafían con su huella el paso del tiempo y que, más que instruir, entregan amor; pienso que sostenidos por la certeza de que “no enseñamos lo que sabemos, sino lo que somos”.

Por eso guardo con especial cariño a Nilda, que en la escuela primaria Juan Ramón Ochoa me movió la bondad en el pecho y el supremo bien de sentirme vasta para defender mis ideas, para atesorar orgullo de mi Patria. Cada clase suya era un resorte a fin de movilizarnos y un tributo a su estirpe de Makarenko.

El maestro que ama despierta la curiosidad y reconoce en el error parte del proceso de aprendizaje, tránsito del no saber al conocimiento. Pienso en ello cuando rememoro las clases de Maribel Vázquez en el instituto preuniversitario vocacional de ciencias exactas (Ipvce) Luis Urquiza Jorge, o un poco antes, las del profesor Vladimir, en la Enseñanza Secundaria. ¡Aún me maravilla recordar sus lecturas en las lecciones de Español y Literatura!, insuflaba el deseo de leer, tan urgente hoy.

El maestro que ama no termina su clase cuando suena el timbre, sino que despierta en sus escolares el deseo de participar y está para ellos, como lo estuvo Omar Duarte, mi profesor de Matemáticas, mientras en las noches de su taller “cogía ponches de bicicletas” para engordar el enjuto sustento familiar.

¡Qué magisterio el de Margarita Céspedes o el de Jorge Luis Varona, profesor de Filosofía en la Universidad de Camagüey!, aún lo recuerdo reflexionar: “Un buen profesor debe conocer el talento de cada alumno y tener un plan para él”. Todo está dicho en esa frase de quien ve grandeza en cada aprendiz.

Y me siento profundamente agradecida de Gilberto Guevara, Adolfo Silva, Martha Reyes, Xiomara Grave De Peralta... quienes, más que todo, me prepararon para la vida. Deudora, a su vez, de quienes en el oficio del periodismo me enseñan todos los días o de aquellos que ante la grabadora han develado más que su profesión, la dimensión mayúscula de su corazón consagrado por décadas a este oficio de tallar espiritualidades.

La persona que soy hoy, en buena medida, constituye resultado de mis maestros. La mayor riqueza de una nación está en la educación, ahí se templa el alma de su gente; lo supo Albert Camus, quien al ganar el Premio Nobel de Literatura sintió que si debía dar gracias a alguien, era al señor Germain, su maestro en Primaria, y le escribió una carta, tan hermosa como sencilla. Cualquiera que haya tenido un pedagogo luminoso se reconocerá en las palabras del escritor que nos devuelve a la magia de la ilusión desde el que aprende y, en esencia, desde el que enseña.

Querido señor Germain:

He dejado que desaparezca un poco el ruido de todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y ejemplo no hubiese sucedido nada de esto. No hago una montaña de un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser un alumno agradecido. Le envío un muy fuerte abrazo. 

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