![]() Josué País, Salvador Pascual y Floro Vistel, asesinados por la dictadura de Fulgencio Batista. Foto: Archivo Granma |
Los aniversarios son siempre ocasión propicia para la memoria, el recuerdo, el homenaje, como el que hoy convoca: la muerte de tres de los mejores hijos de la ciudad mártir y heroica de Santiago de Cuba, la que tanta sangre vio caer, en ofrenda generosa, a la lucha por la libertad.
¿De qué material estaba hecha aquella generación de niños héroes que tuvo que madurar temprano, en medio de la precariedad, el abuso y el terror; que se vio obligada a posponerlo todo, incluidos sus proyectos de vida, personales y familiares; y que lo entregó todo, hasta la existencia misma, a la causa de la redención de su pueblo?
Con los planes de desembarco del yate Granma, la ciudad de Santiago de Cuba se había levantado en armas el 30 de noviembre de 1956, en lo que pudo ser un nuevo estallido insurreccional que posibilitara el derrocamiento de la dictadura. Otra vez, como se previó para el 26 de julio de 1953, debió haber sido la urbe el centro de un poder insurgente consolidado en la provincia oriental, para luego ir extendiéndose en dirección a Occidente.
Volvió a quedar Santiago, a pesar de que hubo otras acciones, como el símbolo capital de la actividad revolucionaria del país. Los dos momentos más importantes de la lucha contra Batista hasta entonces se habían generado en su perímetro urbano o espacio jurisdiccional.
A realzar su estatura, concurre que, por su proximidad al destacamento guerrillero y por su propio peso dentro de la insurrección, acogió durante un buen tiempo el grueso de los miembros de la Dirección Nacional del Movimiento 26 de Julio. De hecho, los cargos más importantes en la nomenclatura insurreccional debieron radicar en la ciudad, que se convirtió en la más importante desde el punto de vista bélico para el enlace, aprovisionamiento y refuerzo de las guerrillas orientales.
Del estado de guerra y subversión total en que se encontraba Santiago de Cuba, en fecha tan temprana como junio de 1957, dan cuenta las impresiones del periodista estadounidense Herbert Matthews, avezado corresponsal de guerra en otras latitudes:
"Esta es una ciudad en revolución abierta contra el presidente Fulgencio Batista. Ninguna otra descripción podría señalar el hecho que virtualmente todo hombre, mujer y niño en Santiago, excepto la policía y autoridades militares, están luchando al coste de todo lo que ellos pueden para derribar la dictadura militar en La Habana. (...)
"Es una de las atmósferas más extraordinarias que ha encontrado este corresponsal en muchos países y durante muchos periodos de guerra y violencia. La tensión casi se palpa y verdaderamente es muy peligrosa para el régimen".
En un contexto de aumento de las actividades revolucionarias y de la correspondiente represión, que había costado la vida de valiosos combatientes clandestinos en las últimas jornadas, el régimen pretendía ofrecer una mascarada de paz, control y tranquilidad en la ciudad insumisa, con la realización de un mitin de la coalición de partidos que lo apoyaban. Se trataba de una demostración de fuerza, un desafío a la dignidad de la juventud rebelde de Santiago de Cuba, que no podía contemplar en silencio la bravuconada.
Josué, Floro y Salvador formaban uno de varios comandos que, en la tarde del 30 de junio de 1957, harían patente en la calle la repulsa popular y la presencia activa de la insurgencia armada.
Sin necesidad de esperar una orden, y aun cuando no se produjo la señal convenida para iniciar la acción, el deber los impulsó a salir al combate, en una ciudad prácticamente ocupada por los cuerpos represivos. Cumpliendo una responsabilidad que sabían trascendente, enfrentados a fuerzas muy superiores, peleando y de frente, hallaron la muerte en un rincón de la urbe.
Fueron tres vidas segadas por la barbarie, en plena flor de la juventud, cuando todo está por hacerse y comenzar, cuando todos los caminos están por ser andados. Salvador Pascual y Floro Vistel tenían ambos 23 años, el primero colaborador cercano de Pepito Tey en los trajines subversivos y conspirador asiduo en la Placita de Santo Tomás, y el segundo combatiente del 30 de noviembre, razón por la cual había sufrido los rigores del presidio.
Josué, era el más pequeño de los País; su muerte le dejó a su hermano Frank un vacío en el pecho y un dolor muy suyo en el alma. A pesar de sus escasos 19 años, ya era un veterano luchador, fogueado en las lides estudiantiles, en cuanta manifestación de protesta contra el dictador recorrió las calles santiagueras, y en los aprestos guerreros de las organizaciones insurreccionales que existieron en Oriente. Sorprendía a los contemporáneos por la madurez de su formación política, unida a un carácter rebelde e impetuoso que desbordaba los moldes de la obediencia ciega. Para Frank era no solo el hermano leal y el incondicional compañero de luchas, sino también el consejero agudo y sereno: "el calor de mis triunfos, recto censor de mis faltas". Estudiante excelente, cuando se graduó, en 1956, como Bachiller en Ciencias en el Instituto de Segunda Enseñanza, fue merecedor del Premio Heredia, por ser el mejor expediente escolar de su curso. Aunque le apasiona el estudio y el conocimiento, al matricular la carrera de Ingeniería Mecánica en la Universidad de Oriente, el 21 de septiembre de 1956, el último día disponible, lo hizo como quien cumple un trámite más, convencido de que no podrá terminarla. Se sentía predestinado al martirologio temprano y a una vida corta.
No se puede olvidar que si aquella dictadura —que asesinó y torturó a miles, que sumió al pueblo en una atmósfera asfixiante de terror, de afrenta y oprobio— es hoy solo una pesadilla del pasado, se debe a la Revolución que hicieron nuestros padres y abuelos, a sus luchas y sacrificios. Ellos nos la han entregado viva, y con ellos tenemos el compromiso sagrado de hacerla crecer y avanzar.
La Revolución Cubana no puede ser solo la referencia a un lugar del pasado, a los logros ya alcanzados que deben ser defendidos. Debe ser también una remisión al presente y al futuro, una apelación constante a la conquista de nuevas metas de liberación y de justicia. Solo así cumpliremos con el mandato de Fidel: "cuidar con todas las fuerzas de que esa sangre derramada, esas lágrimas de madres, esos sacrificios del pueblo que nos ayuda, no sea inútil; (...) que no se falsee ni se ultraje la memoria de los muertos; que nadie se aparte de la senda donde ellos cayeron".
Nuestros símbolos, identidades y tradiciones patrióticas necesitan ser incorporados como un factor activo de movilización y conciencia, generador de emociones y compromiso, en la disputa por la hegemonía cultural y en la configuración de una visión radical de nuestro devenir nacional.
El ejemplo de Josué, Salvador y Floro, "fiscales supremos de nuestros actos", nos sigue hablando para hoy y para siempre. Ellos, que en la utilidad de su muerte resultaron vencedores esa tarde de junio de 1957, no solo porque echaron por tierra las pretensiones propagandísticas del tirano sino, además, porque sirvieron de inspiración y bandera, nos dicen que nunca debemos abandonar el combate, sin importar el tamaño de las adversidades, aunque parezcan muy superiores y poderosas las fuerzas que se nos opongan.
Seguir luchando es el único modo de seguir venciendo.
Tomado de Granma