Las Tunas.- Le impregnaba cierta vibra cervantina, cual Quijote fantasioso, a las principales calles y parques de la ciudad. Su ir y venir era común todos los días, así se le veía desandar con su desgastado, pero siempre limpio, traje de verde olivo y boina carmesí.
Alberto Álvarez Jaramillo era su nombre, sin embargo, todos decidieron respetar sus “grados” de Comandante y llamarle como tal, en reconocimiento a quien se convirtió con el paso de los años en un símbolo genuino de Las Tunas.
Sus perturbadas facultades mentales lo hicieron un eterno vigilante de la vorágine citadina; muchas veces detenía su lento caminar para echar un silbato al viento como expresión de su presencia, miraba a todas partes y nadie ni nada quedaba ajeno a su visión de guardián. Fue, tal vez, el más auténtico caminante que tuvo la urbe oriental.
Solía decir a sus familiares más cercanos que su andar era parte de la misión que le había dado Fidel de proteger la ciudad, una idea caballeresca que guiaba cada uno de sus pasos y le daba razón a sus largas y pacíficas estancias en las arterias tuneras.
Por más de medio siglo formó parte del panorama urbano, hasta que un absurdo accidente contra un motociclista le cercenó la vida en abril del 2018. Quedaba así un angustioso vacío en los bancos del parque Vicente García y en las calles que tantas veces lo vieron pasar con su figura de caballero andante, pero, sobre todo, se sintió una enorme ausencia en la gente que tanto lo quiso y respetó.
A su memoria se rindió tributo cuando, en el aniversario 225 de la fundación de la ciudad, el artista Ángel Luis Velázquez Guerra creó una escultura a tamaño real de 1,68 metros, una obra que hoy enriquece la Capital de la Escultura Cubana, en los predios del Fondo Cubano de Bienes Culturales, y salda así una deuda con la cultura, con el pueblo y con el Comandante.
El “Caballero” de Las Tunas, sin quererlo, se catapultó como figura emblemática y auténtica de la historia de la provincia. Aun muchos hablan de sus ocurrencias, de su fidedigno caminar y de su estadía, sin más misión que la de proteger y custodiar la tierra de cactus y espinos. Su “locura” fue su mayor y más sublime estrategia, porque de ella nació, sin dudas, una leyenda de la cultura popular.