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Las Tunas.- El ruido del ventilador la despierta de repente. Instintivamente busca el brazo y enumera al tacto el rastro de los mosquitos sobre su piel. Se rasca furiosa. Son apenas unos minutos después de las 1:00 am. Las piernas le pesan, tiene un surco de presiones en la sien que le estruja la calma. Debería dormir, pero no puede.

En la habitación contigua la niña es un mar de sudor sobre la almohada también húmeda. Retira el mosquitero, acerca más el ventilador y cierra la persiana metálica. El varoncito siente el ruido y lo escucha protestar mientras le echa mano a la sábana. A tientas respira aliviada por sus hijos, “ahora sí van a poder descansar”.

Como una película antigua recuerda su niñez en la misma habitación multicolor, la mancha de agua en el techo que con los años se ha vuelto familiar. Rememora el ventilador de aquellos años que su papá mismo había hecho con el motor de una lavadora rusa, el ruido y el peligro azaroso porque la mole de hierro caminaba por todo el cuarto y era algo así como unos cuchillos metálicos al libre albedrío. “¡Quién diría que después tendría tantos equipos modernos, y casi por gusto…!”.

Aún en medio de las cavilaciones de sus años más tiernos se desplaza hasta la cocina, agarra la olla de presión, tira dentro, con rabia, los chícharos que están en remojo por más de ocho horas. “Estos balines no creen en nadie”. La luz intermitente de su fogoncito eléctrico es un guiño en plena madrugada. “¡Qué clase tareco, me va a volver loca, qué lento, por Dios!”.

Esa misma semana perdió la olla reina y se fue al cuarto de los muchachos y maldijo, pateó y lloró sin que nadie la escuchara. Hace más de dos meses que se le terminó el gas licuado. Recuerda que fue el mismo día del cumpleaños del niño. Quería freírle unos platanitos y ahí comenzó la condena de la olla reina. Bastante aguantó la resistencia, era de cuando la Revolución Energética, prácticamente de otra vida.

Afuera, en la calle, un grupo de adolescentes corean al Taiger “qué clase punto”. Para otros es sábado, día de diversión. Ella arrastra la lavadora hasta la terraza y empieza a clasificar la ropa. Las camisas blancas de uniforme le acrecientan el surco en la frente. “¿Pero esta niña qué hace en el aula?”. Agarra el casco de jabón y comienza a deschurrar. Ni siquiera los gallos cantan ahora.

doble jornada de la mujer

El “tracatraca” de la secadora le juega la peor de las jugadas en un partido perdido desde el inicio. El abuelo sale en cueros, se planta en el umbral y le pide comida. Habla alto, enfadado. “Me están matando de hambre, hace días que no me dan nada. Quiero azúcarrr”.

Ella ni siquiera se aleja del lavadero. Le viene a la mente el guajiro fuerte, de Sabanita, un montecito de Manatí. Los brazos curtidos que llegaban todos los fines de semana en el trencito con los bolsos cargados. Los anones que el abuelo le dejaba escondidos, las chirimoyas, los pollitos que ella criaba con tanto cariño y luego su mamá le decía que se habían caído de la mata y habían muerto, que tenían que comerlos. 

El viejuco se le perdió de un día a otro en el alzhéimer. Ahora le dice a ella mamá y no duerme, anda por la casa -como alma en pena- pidiendo alimentos. Y ni siquiera abunda el pan para mantenerlo lleno y ocupado. La permuta para Manatí, más cerca de sus hijos, fue un aguijonazo que comenzó a tejerle las tristezas. A veces le pregunta dónde están sus matas de plátanos y las bestias.

Ella tiene tres tíos, fuertes, incluso con mejor economía que su hueco constante en los bolsillos. Pero toda la familia decidió que la hembra debía ser la cuidadora. Ellos la ayudarían, pero ahora no alcanzan los recursos ni para comprar carbón en el panorama de apagones perennes; y ninguno ha dado la cara.

“El carbón, qué cosa, quién lo diría”. Cuando era más chica, en el patio de la casa de sus tíos siempre había una montaña de carbón. Ella pintaba las paredes con dibujos de hollín, se blanqueaba los dientes. Un día se tragó un pedazo y le dejaron una chancleta marcada por “requincalla”. Era bien difícil vender aquel bulto y las ganancias eran mínimas. No valía casi nada. Hoy ella tiene que decidir si lo compra o prioriza los alimentos.

El silencio de la olla anuncia que aún no ha cogido presión. Ella está a tres tandas de terminar su empresa matutina. Tiene que garantizar el potaje para almuerzo y comida porque “en los municipios el golpe de los apagones es más duro, casi brutal. Y los niños y el viejo no entienden de bloqueo económico”.

Con la cabeza entre las piernas coge un chance. Se acurruca contra ella misma sobre el balance. Se huele el moño y es un abanico de humo. No ha podido afeitarse las piernas ni sacarse las cejas. De cualquier manera, el lunes tiene trámites importantes que hacer. Siente que la han tallado a golpes, que su cuerpo es una ruptura ahora mismo, un hervidero de tensiones.

Está llegando el alba y los mosquitos contratacan. Tiene casi todo listo. Dentro de una burbuja de chat su prima embarazada de Las Tunas le cuenta que ya sabe el sexo. “Va a ser niña”. Ella le manda bendiciones y alegría; pero por lo bajo la imagina en sus zapatos, aprovechando la corriente para poder cocinar y lavar. Cuidando niños, viejos… “Ojalá no tengas mi suerte” -le escribe y la otra le manda de vuelta otro ojalá.

La alarma de su teléfono anuncia las 6:00 am y la electricidad se marcha, sin despedidas. Ella quisiera dormir, pero los niños rebotarán como si fueran de cuerda y el abuelo querrá merienda otra vez. Le toca empatar la jornada.

Se llama Alicia, aunque ahora mismo le calzan muchos nombres. Tiene 33 años de edad. Con los brazos sobre el cordel vuelve a perderse en los días en los que deseaba ser grande y jugaba a ser maestra, ama de casa, mamá. “¡Quiero azúcarrr!”. Qué cosa, el viejuco ya no la deja ni recordar. 

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