Las Tunas.- Hace unos días un suceso trastocó el ritmo, de por sí agitado, de los alrededores del área deportiva de la escuela Jesús Argüelles, en esta ciudad. A pleno mediodía corrió la voz de una golpiza propinada a un estudiante de octavo grado de la secundaria básica cercana a manos de varios muchachos de mayor edad. En minutos, el lugar se volvió un caos de especulaciones y mucha incertidumbre.
A la jornada siguiente, varios pioneros del propio centro educativo de la Enseñanza Primaria regresaron a casa asegurando haber visto videos del momento de la agresión. En algún que otro teléfono se grabó la pelea y aquello fluyó como pan caliente entre las cabecitas ávidas, en su afán de entender un mundo que todavía no les calza.
No es la primera vez que el lugar en cuestión se torna el espacio para lanzar golpes, arreglar riñas o gaznatear al extremo, y de paso, intoxicar el ambiente, que por demás está siempre ataviado de niños pequeños que se asustan, imitan y ahora hasta graban con sus celulares.
En la actualidad, no son raros los desacuerdos entre muchachos, ni que los bríos que despuntan terminen incitando peleas a la salida de la escuela. Todas las épocas han tenido más o menos los mismos matices. Pero cuidado con normalizar la violencia, estamos viviendo momentos donde confluyen muchas crisis y, lamentablemente, una de las secuelas es que nuestro entorno se vuelve también más peligroso.
La realidad tunera ya sabe lo que es lamentar, meses atrás, la muerte de un adolescente a manos de otro. Y parece que las lecciones cayeron en saco roto. Los jóvenes, a veces sin pelos en el rostro, van a jugarse la suerte armados con tubos, regletas, piedras, bates y una lista tan larga de utensilios pensados para hacer daño que cualquiera se puede asustar.
Tener un hijo lleva una cuota de responsabilidad tan grande como su tamaño. El que crea que el muchacho de Secundaria Básica ya no necesita supervisión porque "está hecho un hombre" no sabe, o no quiere saber, los "demonios" que le rondan.
Hay familias que preparan a sus retoños para vivir entre "fieras". Esas no se preocupan, porque saben que los suyos siempre ganan, no hay quien les ponga un pie, los han hecho fuertes a base de golpes. Hay otros casos complejos, donde los padres ignoran completamente lo que hacen sus hijos porque están demasiado ocupados tratando de garantizar los alimentos o ni siquiera están en Cuba.
Seamos claros, en esta amalgama de peculiaridades les toca crecer a los más chicos. No hay burbujas individuales. La mejor coraza que se les puede brindar llega de la mano de la comunicación, del diálogo cercano, de indagar cuando notas a tu muchacho diferente, retraído, de mirarlo a los ojos…
Educar, conversar o corregir no son opciones al calor familiar, son deberes que vienen, incluso, amoldados en requisitos legales. Y por ahí, considero, se vislumbra nuestro talón de Aquiles colectivo: hace falta una respuesta multisectorial más oportuna y severa ante la violencia. Si hay muchachos que no saben alejarse de los problemas, deben estar las instituciones diseñadas para reformarlos. Actuar en correspondencia puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte.
Desde el barrio toca estar atentos. Las malas conductas deben y tienen que ser corregidas. Cuando los padres deciden mirar para otro lado, entonces como sociedad debemos encontrar quién actúe al respecto. Ese protagonismo es vital para proteger a los más jóvenes. Así como llamar a la Policía ante el menor conflicto, interceder; nunca dar la espalda.
Estamos casi a la puerta de un nuevo Código para la Infancia, Adolescencias y Juventudes; los entendidos aseguran que en temas de protección será todo lo revolucionario que necesita la Cuba de hoy. Esperemos que entrone en tierra firme y que encuentre un respaldo operativo efectivo, porque ahora mismo, la violencia parece naturalizarse y dispersarse en rostros jóvenes como la adrenalina de renovadas modas.