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Las Tunas.- Ricardo (llamémosle Ricardo) tiene 68 años. Pero parece que suma más. Mucho más. Cómo han llegado antes de tiempo esas arrugas pronunciadas a su rostro, o ese aire de haber sido “maltratado por la vida”, solo él sabe.

Si hiciéramos un recuento breve de sus posesiones espirituales y materiales, sería este: dos brazos buenos, dos piernas malas, dos hermanas, una sobrina (la única que menciona), cero hijos, una silla de ruedas, una cama en un hogar de ancianos, un bolso algo misterioso, una gorra roja que no se quita ni para dormir y una memoria de elefante que recuerda hasta la comida que le hizo su mamá al volver de Minas del Frío, cuando no aguantó estudiar allá, tan lejos (“plátano macho y había matado una gallina”).

“Iba a salir de casa a buscar comida en el restaurante cercano y, de pronto, no pude dar ni un paso, se me aflojaron las piernas. Desde entonces, así estoy”, cuenta para explicar un poco sus limitaciones físicas, a las cuales han querido desentrañar, sin suerte absoluta, más de una teoría médica.

Jura que nunca ha pasado horas tan difíciles, como las que lleva en el hospital Ernesto Guevara. “Tanta necesidad, nunca”. Le llama necesidad no a la falta de comida o de atención médica, sino a la ausencia de una asistente que le ampare en estos días de ingreso por sospecha de dengue, justo a él, un hombre postrado hace alrededor de un año. Dicen que del hogar debieron enviarle a una, pero nada.

Un hogar con zona roja (+fotos)

ESPEJOS

Ricardo lleva dos días sin bañarse. Eso no parece estar contemplado en la jornada laboral de los enfermeros que le toman la temperatura, le dan sales de rehidratación o ponen el grito en el cielo, y un poco más allá, cuando se le zafa la sonda.

¡Ay! la sonda, mira que le ha dado lucha a Ricardo, “que si no hay guantes”, “que si ya acabó mi turno”, “que para qué te la arrancaste”… Y el golpe de riposta viene solo: “Aquí lo que no hay es vergüenza”. Su vejiga, mientras, paga las locuras del dueño y los juramentos hipocráticos incumplidos.

Sin embargo, él siempre termina teniendo “suerte”. Aparece un alma buena o alguien que no necesita diccionarios para profesar el deber. Luego, el peculiar paciente duerme tranquilo y, de paso, también sus compañeros de infortunio en aquel cubículo.

Un gesto así de generoso fue el que le permitió 48 horas atrás sentir correr agua caliente por su cuerpo. Aquellas dos enfermeras sí no creyeron ni en los remilgos de él mismo. Una rubia, otra trigueña, entre bromas y cuentos, dejaron que el jabón y los estrujones hicieran lo suyo.

-“Dale mi viejo, que vas para el baño”. En varias horas esas fueron las palabras más cariñosas que se habían escuchado. Ni siquiera el “felicidades, mi amor”, vía celular, de otro de los pacientes, sonó tan bonito. Era 14 de febrero.

LOS ESCUDEROS DE DON QUIJOTE

Dice Ricardo que tuvo muchas mujeres, pero lo de la descendencia siempre quedó para después.

- “Viejo, debió tener tres o cuatro hijos, mírelo ahora aquí, solo. Nadie ha venido a preocuparse por usted en todos estos días”, soltó alguien sin muchos miramientos, y a los pocos segundos le sugirió, como en compensación:

- “Pero… a que gozó la vida ¿eh?”

- “Muchacho, no me perdía una”.

Hablaba Ricardo con uno de sus tres más fieles escuderos y consentidores de caprichos en estas jornadas de cama de hospital. Los otros dos escuchaban atentos esperando la oportunidad de hacerle una broma, como cuando alguna enfermera “pepilla” venía a arreglarle la sonda:

- “Oyeee, ¡qué suerte la tuya!”.

Si había que alcanzarle la comida, ahí estaban ellos; si había que embutírsela, ahí estaban ellos; si había que acomodarlo en la cama, cambiarle la cama, avisar de su fiebre, regañarlo, sujetarlo, escucharle sus peripecias... ahí estaban ellos.

- “Estás que sin nosotros no eres nadie. Ponte duro chico”.

El destino quiso que a los tres les dieran la “libertad” el mismo día. Una pregunta quedó en el aire: quién extrañaría más a quién.

-“Cuídennos al viejo”, soltaron antes de irse.

El regreso al hogar

EL ESCAPISTA

“Quiero fumar, me voy a fugar”, es la frase que más dice Ricardo en la tarde de su cuarto o quinto día de ingreso. Ahora se le ve más “paraíto”, a diferencia de cuando llegó, que parecía un gorrión herido. Ya es otro: se come casi toda la comida, tiene energía para dejar claro que no toma yogur de soya ni “leche ´e gallo” (por las consecuencias intestinales que le trae); lo suyo es el yogur natural.

- “No eres bobo, papa”.

Las fuerzas le alcanzan para sentarse solo en la silla. Lo hace con destreza. Se le ha extraviado el nasobuco, y un “colega” le regala uno de “caché”. Y aunque la orden allí es “todo el mundo bajo el mosquitero”, él se dispone a la aventura. No tiene fósforos, pero se va. Antes, mira de reojo por dónde andan los enfermeros, les toma el tiempo como si fuera a robarse la base, y ojos que te vieron ir. El balcón lo espera.

Quién le iba a decir que no al hombre que se fugó 16 días del Servicio Militar. “El soldado que no se fuga, no es buen soldado”. Aquella vez le perdonaron la “vida”, porque él era diestro picando caña (el combate del momento), algo que había aprendido con su padre. “Si eres un buen hombre de trabajo, la Ley te ampara. Ellos sabían que si me botaban, perdían a un obrero bueno”.

QUE ESTÉS BIEN

Una segunda tarde de cazarles la pelea a sus “celadores” no agotó a Ricardo. Por lo menos, no lo suficiente como para evitar que él y su atento auditorio viajaran, con sus cuentos, a la finca de infancia y juventud en Villanueva. Allá, donde llovían tostones, queso, café con leche, fufú de plátano, casquito de guayaba, pinol (“¡ay qué rico!”)…

Mientras desgrana recuerdos, se ve regresando de Minas del Frío, cuando decidido caminó 21 kilómetros y luego cogió una máquina por solo 6.00 pesos de Bayamo-Las Tunas; habla de la hermana con quien compartió su casa o vuelve a los días de la venta de la finca.

- “Di tres mil 500 libras de carne de cerdo a 1.00 peso”.

- “Ahora te harías millonario”.

Y Ricardo sonríe, disfruta aquella charla tranquila en la que él guía los hilos, y detrás de los mosquiteros tiene al mejor público posible. Suelta frases como “Lo bacán es la dipirona” o “Eso es tan chiquito que si se acuesta una gallina le queda el rabo afuera”. Y deja claro que su próxima meta es llegar al “coco”. La mayoría sabe de qué habla: los 70 años.

Sigue en su parloteo y se le ve en calma. Ya no parece tan solo. Esa noche duerme bien. Al amanecer, dos voces familiares lo despiertan. Enseguida las reconoce, sí, eran ellas otra vez… la enfermera rubia y la trigueña… las “bárbaras”.

Hoy Ricardo tendrá un buen día.

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