La Habana.- ¿Qué define a un hombre que convierte cada revés en razón para superarse y cada logro en un peldaño para inspirar a otros? La historia de Rafael Manuel Torres Álvarez no es solo la de un deportista, sino la de un arquitecto de sueños cuyo campo de juego se extiende desde el sonido de los batazos en un estadio de béisbol hasta el silbido del viento en las carreras de triatlón, pasando por las aulas universitarias tuneras.
Esta entrevista, realizada en la capitalina Marina Hemingway, durante su reciente participación como juez en el Triatlón de La Habana, nos sumerge en la vida de un visionario que, desde la hiperactividad de su infancia, encontró en el deporte no solo una válvula de escape, sino un lenguaje universal de superación.
¿Cómo un niño de 9 años descubrió que ese deporte sería su primer gran amor?
(Sonríe) Fue el entrenador Francisco Marcos quien me vio corretear en la Primaria y me lanzó la pregunta: ¿Quieres jugar béisbol? Yo era un tornado en dos "patas", pero él supo canalizar esa energía. El apoyo de mis padres y mi abuela fue vital. Yo imitaba a Wilfredo Sánchez y Javier Méndez, mis ídolos zurdos. Ellos me enseñaron que el béisbol no era solo batear, sino disciplina.
Pero usted no se limitó a jugar, pues también se convirtió en anotador codificador. ¿Qué lo llevó a estudiar hasta los detalles más técnicos del deporte?
La curiosidad. Quería entender el juego desde todas las aristas. Trabajé en series nacionales y en el torneo José Antonio Huelga, pero no me bastaba con anotar. Aprendí a manejar pizarras electrónicas en estadios. Quería dominar la tecnología que transforma un partido en datos. El béisbol me enseñó que detrás de cada jugada hay una historia que contar.
Luego llegó el triatlón, un giro radical. ¿Cómo un especialista en béisbol se inserta en el deporte de nadar, pedalear y correr?
¡Fue como cambiar de planeta! Pero mi método es el mismo: estudiar. Aprendí las reglas, los tiempos, la biomecánica. Me certifiqué como oficial técnico en eventos iberoamericanos. Ahí descubrí que, aunque el sudor es distinto, la esencia es igual: exigencia, precisión, respeto.
Hablando de exigencia, usted vivió un momento crítico al olvidar una bolsa con gorros numerados para atletas de élite antes de un evento. ¿Qué le dejó ese error?
Fue un golpe duro. Lloré como niño, pero entendí que hasta los detalles más pequeños son sagrados. Ahora reviso todo tres veces. Ese día aprendí que la excelencia no es un acto, es un hábito.
Su formación abarca pedagogía, idiomas, tecnología… ¿Cómo integra todo esto en su labor diaria?
El deporte es un ecosistema. Para formar atletas, necesitas psicólogos, médicos, ingenieros… Yo propongo metodologías que unen esas piezas. Por ejemplo, hoy hay inteligencia artificial hasta para analizar rendimientos o diseñar programas que incluyen ética deportiva. La honestidad y transparencia no son opcionales, sino el cimiento.
Además de entrenador y técnico, es profesor en la Universidad de Las Tunas. ¿Cómo conjuga la pedagogía en Cultura Física con clases de dibujo para ingenieros?
La enseñanza es otra forma de entrenar. En Cultura Física, inculco que el deporte es ciencia y arte. En dibujo para ingenieros, les muestro que un trazo preciso puede resolver problemas técnicos. No ha sido barrera no tener un título profesional en ciertas áreas; la vida me enseñó que el conocimiento se construye con pasión y práctica. Mis alumnos saben que no voy a dar clases solamente, sino también a compartir experiencias.
Usted habla de legado. ¿Qué sueña construir?
Quiero aportar a que Cuba siga siendo referente en organización deportiva. Sueño con un evento internacional en mi municipio, Puerto Padre, donde fusionemos tecnología, cultura y valores. Pero más allá de eso, trabajo para capacitar no solo a atletas, sino a familias y comunidades. El deporte transforma vidas, y yo quiero ser un puente para esa transformación.
¿Y su meta personal más audaz?
Representar a Cuba en un evento internacional con sede en otro país, ya sea como técnico, juez o mentor, para demostrar que, con pasión y preparación, no hay límites. Y, por supuesto, ver a un niño de mi pueblo cruzar una meta internacional y decir: "Aquí empezó todo".
Para ir cerrando, ¿qué mensaje le daría a quien ve el deporte solo como competencia?
Que es mucho más. Es resiliencia, trabajo en equipo, humildad. El día que dejé esos gorros, aprendí que hasta el fracaso enseña. El deporte no te da solo medallas; te da herramientas para vivir.
Una última pregunta, detrás de un hombre como usted, ¿hay una familia que lo respalda?
Absolutamente. Mis hijos, Rolando Rafael (32 años) y Juan Pablo (26), son mi motor. Ellos me recuerdan que el éxito no se mide en podios, sino en las vidas que tocas. Mi familia me ayuda a mantener los pies en la tierra y el corazón en el servicio.
Rafael Torres no busca estatuillas: construye caminos. Entre gráficas de béisbol y cronómetros de triatlón, su verdadera victoria es sembrar la semilla de la superación.
Un legado que, como él mismo advierte, "no se mide en podios, sino en vidas cambiadas". Desde las aulas de Las Tunas hasta los escenarios globales que vislumbra, su historia es un recordatorio: el deporte, cuando se vive con propósito, es el arte de trascender.