Las Tunas.- ¡Sin sorpresas! Donald Trump regresará a la Casa Blanca en enero próximo. Lo verdaderamente insólito hubiera sido que ocurriera lo contrario. Aunque los demócratas hicieron más apretada la pugna cuando colocaron como su candidata a Kamala Harris, era evidente que el magnate ganaría los comicios. Son muy profundos los síntomas de mesianismo, violencia e individualismo en la sociedad estadounidense contemporánea para pensar que hubiese podido pasar algo diferente.
El progresismo “made in USA”, limitado en sus alcances, es incapaz de estructurar una verdadera opción alternativa a este neoconservadurismo de pelo amarillo y corbata roja, que recogió las banderas del Tea Party de principios de siglo y, sin límite moral alguno, controla hoy al Partido Republicano.
En algún momento pareció que Bernie Sanders podría ser quien, en serio, marcara la diferencia, pero su plataforma terminó fagocitada por la maquinaria de las familias demócratas asociadas a los grandes poderes económicos. A menos que surja un movimiento interno, quizás entre los congresistas de la socialdemocracia estadounidense, no se ve, ahora mismo, una fuerza alternativa al trumpismo desde el partido azul.
El mensaje aislacionista y extremadamente básico, pero efectivo de Trump, caló en los votantes de los estados claves a la hora de decidir esta elección. Sí, porque vale recordar siempre que, por más que la retórica de los medios diga otra cosa, el sistema electoral en EE.UU. depende de qué ocurre en las urnas de un grupo de estados rurales, cuyos habitantes blancos y de clase media baja están más cerca de la plataforma conservadora, racista y misógina de Trump, que de los perfiles más flexibles y cosmopolitas de los grandes centros urbanos.
Pero incluso en esta ocasión, el éxito de su mensaje se extendió más allá de sus feudos tradicionales, ganando también por varios millones en el voto popular. Lo anterior dice a las claras que las mentiras, el odio y el pánico promovidos por el político están siendo acogidos por cada vez más votantes conectados con las minorías étnicas, que habrían hecho el siguiente razonamiento superficialísimo: “Con Trump mi economía estaba mejor y si me promete regresar a eso, votaré de nuevo por él”. Ni siquiera su avance entre los votantes con alguna conexión familiar con emigrantes es algo que debería asombrarnos demasiado.
La mayoría de los análisis del llamado voto emigrante partían del principio errado de que serían inmunes al magnate quienes tienen lazos emotivos o sanguíneos con los que llegan a EE.UU. provenientes del sur global, animados por el anhelo de mejorar su situación económica. Sin embargo, sucede que esos ciudadanos estadounidenses con padres o abuelos emigrantes se asumen como “americanos” y como tal creen que esos que llegan ahora no deben quedarse, como asegura Trump. Añádase a eso el factor político en el caso de los de origen cubano o venezolano y tendrá a más votantes “latinos” alineados con el singular multimillonario.
En puridad tampoco es que los demócratas tuvieran mucho que ofrecer. De hecho, bien lo dijo un editorialista a pocas horas de cerrados los centros de votación, Kamala Harris no era la mejor candidata, era simplemente la única candidata y ofrecía una sola prenda a la clase trabajadora estadounidense: no llamarse Donald Trump. Nunca presentó opciones claramente diferenciables ni en materia económica o de política interna, que es lo que verdaderamente le importa a los que votan allá; y mucho menos en política exterior, independientemente de algún que otro matiz en el discurso.
Está por ver cómo se traducen realmente las afirmaciones en campaña electoral de Trump sobre la guerra en Ucrania y que tienen a los europeos sumamente intranquilos, temiendo quedarse solos en su guerra con Rusia.
Quienes sí no esperan algo que no sea más muerte y desolación son los palestinos. Si con los demócratas se escuchaban tímidas súplicas a los sionistas para que no asesinaran a “demasiadas” mujeres, ancianos y niños en Gaza, Cisjordania o el Líbano para acabar con Hamas y Hezbollá; con Trump es previsible que el apoyo irrestricto a Israel prescinda, incluso, de esas pálidas exhortaciones que nunca tocaron lo verdaderamente importante: el flujo de armas y de ayuda económica hacia Tel Aviv.
¿Qué podemos esperar de este lado del estrecho de la Florida con Trump cuatro años más en el despacho oval? ¿Habrá algún cambio? No lo parece. De hecho, él encontrará las cosas con Cuba casi en el mismo punto donde las dejó. Salvo en la actividad consular de la Embajada de su país en La Habana que, no sin tropiezos, se reanudó hace unos meses, la administración Biden no tocó las más de 200 medidas de recrudecimiento del bloqueo económico norteamericano que su predecesor tomó en su primer mandato.
La agenda de Washington en los últimos cuatro años estuvo bajo el control del equipo del ahora exsenador ultraderechista de origen cubano Robert Menéndez. No debería sorprendernos que quizás regrese a manos del republicano Marco Rubio, con lo cual la estrategia de presión máxima abrirá una nueva temporada. Eso la dirección cubana parece tenerlo claro, pues en cada una de sus intervenciones reitera que la suerte de la Mayor de las Antillas no puede asirse a los vaivenes electorales en el norte.
Por supuesto, los pasos futuros solo podrán estimarse con más o menos precisión dependiendo de qué personas exactamente ocuparán puestos claves en el nuevo Gobierno en Washington, como la secretaría de Estado, Defensa, la de Comercio o la asesoría de Seguridad Nacional.
La victoria de Trump es una pésima noticia para la clase trabajadora de su país, para las mujeres, para los emigrantes, aunque muchos no lo sepan; también insuflará ánimos a las derechas en todo el mundo, como a la latinoamericana, que ya lo celebra con alborozo.
De estas elecciones salen estruendosamente perdedoras las encuestadoras que hablaban de unos resultados que se decidirían por estrecho margen y ocurrió todo lo contrario. Así que tendremos que esperar todavía para ver concretarse la distopía descrita por Isaac Asimov en su cuento Sufragio universal, allá por 1955.
Lo que sí está claro es que, como dijo el académico cubano Ernesto Domínguez, “en situaciones de crisis y transición, como el contexto actual, los modelos y lógicas creados para períodos de relativa estabilidad simplemente no funcionan, porque no se corresponden con las circunstancias actuales”. Toca continuar atentos a los intereses económicos y los poderes reales que mueven los hilos y que están cada vez más alejados del parecer de las grandes mayorías en una nación diversa, extremadamente compleja y que, querámoslo o no, es sumamente relevante para el futuro del planeta: los Estados Unidos de América.