Las Tunas.- Hoy se cumple la primera década del inicio del más importante acercamiento en las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos en los últimos 60 años, y cabe preguntarnos: ¿qué nos queda al cabo del tiempo?, ¿tendremos una versión 2.0 de aquel 17 de diciembre (17D)?
La oscuridad que ha prevalecido en la dinámica binacional desde enero del 2017 a la fecha, y que quizás tenga una segunda temporada dentro de poco, casi nos borra los recuerdos de lo que siguió inmediatamente al 17 de diciembre del 2014, cuando Raúl Castro y Barack Obama anunciaron al mundo aquel nuevo comienzo: el lenguaje casi cordial entre ambos gobiernos, los cruceros entrando en La Habana, la reapertura de las embajadas, la abstención de Washington en la votación de la resolución contra el bloqueo, el acuerdo entre la Federación Cubana de Béisbol y las Grandes Ligas, los numerosos acuerdos bilaterales, las manos estrechadas, las sonrisas…; el que todo parecía ir sobre ruedas… parecía.
Y justo por esto último, por las apariencias, podríamos iniciar nuestro pase de revista al cabo de una decena de calendarios. Reparemos, primero, en cuán ingenuos fuimos creyendo que estábamos ante un camino sin retorno. Donald Trump, o mejor dicho, Marco Rubio, el verdadero cerebro de tirar por la borda todo lo que se logró tras el 17D, nos demostró lo contrario. Colocaron ante nuestros ojos algo que con la ilusión de entonces pasamos por alto: la cuestión cubana para EE.UU. tiene tantas implicaciones de política exterior como de asunto doméstico.
Es sumamente claro ahora también que buscar un acercamiento con la Mayor de las Antillas, o al menos un modus vivendi, está muy lejos todavía de ser un tema de Estado en el que toda la clase política del país del norte esté de acuerdo.
Sin embargo, durante ese intervalo de relativa paz brotó dentro del espectro político norteamericano un nuevo segmento de congresistas, organizaciones no gubernamentales y grupos de presión que, si bien están sumamente debilitados, dejaron un terreno labrado. Esa ganancia, ante un eventual cambio en la correlación de fuerzas, los colocaría en mejores condiciones de tirar del carro de la normalización bilateral, porque no partirían de cero como sus predecesores.
Hacia lo interno: la lección de que en esta cuestión hay que obrar con valentía, sin prisa, pero sin pausa. Las oportunidades suelen ser de corta duración; por lo que, eludiendo la desesperación, no es inteligente dejar para mañana lo que se pueda hacer hoy.
¿De qué dependerá que regresemos a otra etapa de distensión? Exactamente de lo mismo que antes. De la capacidad antillana de resistir y progresar, a pesar de los esfuerzos por impedirlo de quien esté al mando en Washington. Aunque parezca increíble para algunos, habida cuenta del difícil contexto que vive Cuba en la actualidad, sigue estando en nuestras manos que en algún instante venidero se abra otra ventana para la conversación civilizada.
No lo lograremos desde la claudicación, tampoco desde la soberbia, sino desde la serenidad y la firmeza. Lidiamos con una superpotencia que “huele” la debilidad a kilómetros de distancia. Si en el 2014 se concretó el “deshielo” fue, precisamente, porque una parte del establishment estadounidense entendió que por la vía de la presión no alcanzaría su macrobjetivo: regresar a Cuba a su órbita de influencia, eliminando de una vez y por todas lo que significa la Revolución Cubana como ejemplo para las izquierdas en cualquier lugar del mundo.
Con el 17D vivimos un cambio, aunque solo de forma, en la tradicional actitud hostil de EE.UU. hacia la Revolución; y eso fue suficiente también para descolocar a más de uno dentro de la Isla. La dinámica de la confrontación les es sumamente cómoda a los inmovilistas o a quienes pretendan esconder bajo la alfombra de esas agresiones su ineptitud.
Hace 10 años, una Cuba socialista sin bloqueo salió del apartado de las quimeras y, aunque distante, llegó a asumirse como probable. Negarse a considerarlo ahora, incluso en estas horas duras, supondría resignarse a la postura de la trinchera que, en el fondo, le teme a la batalla cultural, a la aguda lucha ideológica y al colosal reto moral que significaría construir el socialismo sin el cerco económico y comercial de los Estados Unidos.
Obviamente, cualquier otro intento de diálogo en el porvenir binacional estará atravesado por las experiencias previas. Pero antes de afirmar que todo fue en vano, recordemos que del 17D nos queda, además, el gozo inconmensurable de cinco familias cubanas: la sonrisa de Gema junto a sus padres, el beso intensísimo de Ramón a su amada, el abrazo de Tony con su madre, el saludo afable de René, el rostro feliz de Fernando. Solo eso bastaría para comprender todo lo que pudo lograrse hace 10 años.
“Nuestras relaciones son como un puente en tiempos de guerra. No voy a hablar de quién lo destruyó: creo que ustedes lo destruyeron. Ahora la guerra ha terminado y estamos reconstruyendo el puente, ladrillo tras ladrillo, a lo largo de 167 kilómetros desde Key West hasta la playa de Varadero. No es un puente que se pueda reconstruir fácilmente, tan rápido como fue destruido. Llevará mucho tiempo. Pero si cada uno reconstruye su parte del puente, podremos darnos la mano sin que haya vencedores ni vencidos”, les dijo Raúl Castro a los senadores George McGovern y James Abourezk en una fecha más distante aún de la que hemos analizado en estas líneas: el 8 de abril de 1977.
A la altura del 2024, ese puente está en ruinas, de nuevo. Mas, la crudeza del ambiente actual entre ambos países no puede llevarnos a olvidar las repercusiones que en el imaginario común tuvo el 17D. Las corrosivas expresiones de los odiadores de turno no pueden conducirnos a desterrar de nuestras mentes la posibilidad del diálogo respetuoso.