Las Tunas.- Te miras en el espejo, acomodas tu pelo y revisas el uniforme. La mochila está lista, ya agarraste el dinero y el pomo con agua. Besas a tu madre en la puerta al salir, y partes hacia la escuela. No ocurre nada fuera de lo normal en el camino. Saludas al vecino del frente, ese mismo que vio crecer a tu padre hace 40 años; y a la señora Maira, con su pelo cada vez más blanco. Pero allí, en la esquina por la que doblas a diario, hay un grupo de jóvenes mayores, así que mejor vas por otro lado.
Por la avenida todo es como siempre. El cochero cargado de gente no aparta los ojos, aunque tú trates de hacerte la que no lo nota, aparentando interés por las grietas del suelo y abrazando con más fuerza el abrigo sin el que no eres capaz de salir de casa por mucho calor que haga.
Más adelante, dos hombres interrumpen la conversación para sin ningún disimulo quedar frente a tu uniforme azul. Si estás de suerte, no dirán nada. O lanzarán la pregunta diaria: “¿Niña, tú tienes novio?”; o un aparentemente simple “Hasta luego, bella”, al cual no sabes si responder gracias y te preguntas al alejarte si fuiste grosera o maleducada, e intentas ignorar la incomodidad en el estómago.
El señor de la moto suena su claxon y te sobresaltas mientras sin reparos grita algo sobre lo linda que eres y si quieres que te lleve. El chofer en la cabina del camión quiere atrapar tu mirada, pero tú simulas estar muy ocupada en el camino, cuando en realidad lo único en lo que piensas es en esas ganas de desaparecer, hacerte pequeña, pasar inadvertida, invisible.
En la piquera de los coches, los señores de los bicitaxis te ofrecen pasaje mientras te cuentan "¡lo bonita que eres muchacha!" Y te persiguen por unos metros porque el “No” les pareció insuficiente.
Llegas a tu aula y hay algo en el ambiente. Eres la última en enterarte: ese profe que les da clases dejó embarazada a una estudiante.
Es la hora de irse, te tocó limpieza a ti y a tu compañero, pero tú barres y él se limita a sujetar el cesto mientras te observa sin disimulo, haciéndote sentir incómoda.
Sales de la escuela, subes a una guagua, el estrés y el agotamiento hacen mella. ¿El “tira y jala” de cuerpos que inevitablemente se rozan dentro de un transporte a su máxima capacidad te hace cuestionar si es normal que el desconocido de al lado te roce constantemente su entrepierna? “¿Debería decir algo o son solo ideas mías? ¿Por qué se mueve si la guagua está detenida?”, te preguntas.
Estás de vuela en casa, ya está oscureciendo. Tu mamá quiere que la acompañes a comprar el pan. En la cola y entre el tumulto de personas, un señor mayor, sin quitarte la vista de encima, no deja de acercarse. Sabes que está haciendo unos movimientos raros, pero no te atreves a comprobarlo. Tu mamá a tu lado te pide salir de ahí sin razón aparente, pero en el fondo, ambas saben lo que pasa…
Es un día a todas luces normal en la vida de una adolescente. Para la mayoría pasaría como común, sin nada de malo, pero desde la perspectiva de las mujeres es el detonante de muchas inseguridades, de sentirse atacadas, indefensas y desnudas.
No es un piropo tonto, no es un comentario inocente. Es una chica en pleno cambio sabiendo que a ojos de otros no es más que un objeto sexual. No necesita que un desconocido le hable al oído, la persiga o le diga lo linda que le queda esa licra.
No, no somos exageradas, no somos paranoicas ni feminazis, es cuestión de comprender que tu dictamen sobre el físico de alguien no es un derecho del que disfrutas a tu antojo, es cuestión de comprender que no te corresponde hablarle y hasta ofenderla, porque hizo de tu opinión no pedida oídos sordos. Es cuestión de comprender que, como mujer, ella decide quién la piropea, quién se le acerca, quién le habla. Es cuestión de entender que tú, después de todo, no la respetas.
Así que dejémonos de excusas y comencemos a verlo como lo que es: acoso.