Las Tunas.- Hincada sobre la cicatriz en el abdomen, con los brazos extendidos, tratando de llegar hasta la llave del agua, escucha el grito colectivo de horror: “Se fue la corriente. Caballero, hasta cuándo”. La mano mojada en su cara es un recuento del mediodía que se avecina: el potaje quedó a medias, el arroz blanco no tiene el tiempo suficiente, las frazadas anudadas, desde la lavadora, también se ríen de su suerte.
Hace semanas que cuando llega la tarde las piernas se le vuelven una mole de hierro y otras veces aguijonazos intermitentes. Se acuesta exhausta y se levanta cansada también. Tiene más de mil números delante en la cola del gas licuado y las inclemencias de la electricidad le roban los segundos de calma, los pocos minutos en los que podría tirarse a la cama y descansar. Para colmo, tuvo la iniciativa loca de freír unos plátanos en la olla reina y tuvo que decirle adiós a su mejor amiga.
Hace siete meses tuvo que practicarse una cirugía de urgencia y las palabras del médico la hicieron sonreír: “Procure no hacer esfuerzo físico excesivo en lo adelante o puede tener una hernia; cuide el estrés porque dificulta cualquier recuperación…”. La raya larga y rojiza es el recordatorio de que en su vida los inconvenientes son cosa de rutina. ¿Para las otras mujeres será igual? Se cuestiona a veces.
En su casa una ley no escrita organiza los días, ella está a cargo de las labores domésticas. Trabaja como auxiliar pedagógica en una escuelita cercana, pero hace un tiempo ha optado por licencias sin sueldo o entre tanto escollo tendría, además, que cumplir con horarios estrictos, y al final el dinero no le alcanza para nada.
Cuando llegó del hospital, un jueves de lluvia y apagón, solo pensaba en quién iba a lavar los uniformes de los muchachos, a encargarse de la comida, de limpiar el piso… “No te preocupes por eso”, le susurraron el resto de los integrantes del hogar, pero a las poquísimas jornadas, cuando ella misma no tuvo ropa para ponerse, aterrizó en el infierno de la impotencia; ese día dejó de dolerle la herida.
Asegura que tiene un recuerdo atravesado en la memoria. Tenía como 4 años de edad y su abuela le ponía un cubo boca abajo frente al fregadero y le decía que le tocaba aprender a atender la casa o no iba a casarse. Ella reinaba entonces frente a las tazas con resto de café. La trenza larga se le humedecía a veces. Su hermano pasaba de largo y le empujada el cubo para tumbarla. La abuela salía en su defensa y lo mandaba a mataperrear en el patio.
Se hizo grande en una familia en la que las mujeres no se divorciaban, no pedían ayuda ni se quejaban, y pocas veces iban al hospital; tomaban cocimientos. Ella siguió el mismo esquema que le resultaba tan conocido y todo estuvo bien hasta que los padecimientos de salud, específicamente un abdomen abierto con 13 puntadas, la condenaron al reposo. Ahí descubrió con tristeza que era solo una criada en su hogar y no llegaba a los 30 años.
Ladeada aún sobre el lavadero, piensa en el hijo pequeño, en su forma despreocupada de dejar la ropa por doquier, pedir agua desde la sala, la negativa de no ir a comprar el pan con el abuelo. Su hogar le ha enseñado que los hombres ven la televisión mientras las damas preparan comidas deliciosas y jugos muy fríos, y la casa siempre está reluciente. Ella de muchas maneras se ha convertido en su abuela.
Agarra avergonzada de sí misma el sillón más cercano, conecta los datos y allá empieza la magia de los reels. La vida le hace un guiño. Se entera que está próxima a concluir un life action de Blanca Nieves. Desde su pantalla cuarteada un hombre parece preocupado, indignado incluso, porque se ha divulgado que en esta entrega cinematográfica la protagonista no le lava los trastos a los enanos ni friega los pisos, solo les muestra cómo hacerlo mientras ella canta y baila con los pájaros. “¡Qué horror!”.
El youtuber frunce el ceño mientras se pregunta cómo es posible que los hombrecillos que se pasan todo el día en las minas sean obligados a trabajar también en casa. La voz del vecino de arriba la saca de la historia. Le cuestiona a su mamá que si hubiera empezado más temprano ya tendría el almuerzo listo.
Ya no ve el teléfono, se fue la Internet. Su arroz criollo es un atisbo de natilla y las calabazas la miran estoicas desde la otra olla. El botón del televisor sigue apagado. Tiene cargo de conciencia y rabia por tenerlo. Las luces internas que siente prendidas ahora son muy peligrosas, amenazan, incluso, con quemar el almuerzo a medias y las doctrinas absurdas con las que le encadenaron a toda una vida de oscuridad.