Las Tunas.- Sin dar espacio a la reflexión ni al diálogo, sin una pizca de paciencia, sin apenas esperar a escucharla, se apresuró a contestarle a su amiga todo lo que su cerebro, en el calor del momento, procesó en segundos. En apenas dos minutos parecían irse por la borda años de amistad y confianza; y todo por dejar que los impulsos desmedidos tomaran el control.
Impulsos, esos que muchas veces llevan al fracaso y pueden hacernos perder tanto, porque no medimos sus implicaciones. Las palabras poseen una fuerza incalculable; son capaces de dar el aliento necesario en medio del dolor y levantarnos de las cenizas, pero también tienen el poder de herir, destruir y calar profundo en los sentimientos. Las palabras pesan… y los impulsos traen consecuencias.
Cuando estaba en la Primaria leí un texto que me dejó una gran enseñanza. Cuenta esa historia que un amigo le debía grandes favores a otro. Este último, al no tener la manera de pagárselos materialmente, le regaló tres consejos muy valiosos que le servirían a su compañero para toda la vida. Los dos primeros no los recuerdo, pero el tercero quedó grabado en mi memoria: "Nunca hagas nada ni digas nada hasta saber toda la verdad".
¡Y vaya que le ayudó ese consejo! Porque el señor de esta historia llevaba años lejos de su casa, por razones ajenas a su voluntad. Y al llegar decidió esconderse y así darle una sorpresa a su esposa. Grande fue su asombro al verla abrazar a un apuesto joven. Una rabia enorme se apoderó en segundos de su mente, pensando en una traición, pero rápidamente echó mano del consejo de su amigo y recordó que al partir había dejado a su mujer embarazada. La edad que aparentaba el muchacho coincidía con sus años de ausencia y este hombre estaba contemplando a su hijo. Lo que pudo convertirse en una experiencia amarga, de repente, se transformó en un momento de felicidad.
Siempre he intentado darle uso a este valioso consejo, pero reconozco que a veces los impulsos hacen decir palabras de las que luego nos arrepentimos, cuando ya el daño está hecho. A simple vista podemos advertir un panorama que nos parezca muy absoluto, pero no significa que sea la única realidad. Actuar a la ligera, sin detenernos a pensar, provoca un resultado muy negativo en quienes nos rodean y en nosotros mismos, pues al final el remordimiento pasa factura y la conciencia golpea fuerte ante lo que podríamos haber evitado con una mediación oportuna.
Hace varios años le escuché decir a un conocedor de medios de transporte que cuando se calienta el motor de un automóvil, lo ideal es apagarlo y esperar a que se refresque; de esa manera, el conductor cuida la vida útil de su vehículo. El cerebro es el "motor" en el cual procesamos nuestros pensamientos, lo que expresamos, lo que planeamos…; sin embargo, ¿siempre lo "apagamos" y nos detenemos cuando determinados asuntos van saliéndose de control?
Actuar bajo la ira, refieren los especialistas, puede provocar que aumente la frecuencia cardíaca, lo que conlleva efectos negativos para la salud, tanto física como mental, así como enfermedades del corazón y ansiedad. No está prohibido enojarse, es propio de nuestra naturaleza, pero qué bueno sería si antes de responder apresuradamente investigáramos hasta qué punto es cierto lo que escuchamos. O cómo es exactamente eso que nos proponen. O si lo que vimos es precisamente lo que estamos pensando.
La ira constituye un enemigo muy poderoso que gana terreno fácilmente; es muy triste todo el daño que podemos causar si dejamos que nuestro "motor se caliente". Sin dudas, es mejor "refrescar" y dar lugar al diálogo en vez de al impulso.
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Ellas volvieron a conversar; esta vez usaron las palabras correctas. La lección quedó clara y las heridas sanaron con los días. Ambas entendieron que bajo enojo y rabia nada fluye adecuadamente. La blanda respuesta quita la ira y evita que perdamos tesoros tan valiosos como la amistad. Por eso, amigo lector, "frene a tiempo".