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Las Tunas.- Si hay una etapa de mi vida que recuerdo con entrañable nostalgia es la de la infancia de mis hijas. ¡Cuántas remembranzas conservo de entonces! ¡Cuánto nos divertimos juntos en las más disímiles circunstancias! Con las anécdotas que atesoro podría escribir un libro. No me sonroja decir que en aquellos años volví a ser niño. Me cuesta aceptar que existen padres incapaces de aprovechar tamaño caudal de motivaciones, por cierto, siempre colmadas de enseñanzas. Mis hijas fueron mis mejores maestras.

Muchas de las preguntas y conclusiones de ellas solían maravillarme por su agudeza y pertinencia. Algunas devinieron auténticas celadas para pillarme in fraganti en algo que les había recomendado no hacer. Como la vez en que Sofía me sorprendió disfrutando en la tele de un animado que aún me encanta. "Papito, ¡así quería cogerte!" -me increpó muy seria y colocándose delante de la pantalla. "Si, según tú, no debo ver telenovelas porque son para adultos, ¿qué haces viendo El rey león, que es para niños?".

Beatriz defiende a ultranza el buen hablar. Cierto día conversaba en su presencia con mi colega Pastor y se me fue la palabra carajo. Ella se escandalizó: "Papito, ¿y esa mala palabra?", me regañó. Pastor me ayudó: "Mira, Betty, no es una mala palabra, hay una isla que se llama así, Carajo. Y fue a la que tu papá se refirió". Betty no quedó convencida. Al rato fue mi colega el que acudió a un vocablo fuerte, aunque solo llegó a pronunciar sus dos primeras sílabas: cojo... Ahí metió un brusco frenazo. Beatriz lo interpeló muy seria y, con su gracia acostumbrada, le dijo: "Pastor, ¡ibas a decir una mala palabra! ¡Ahora no vengas a decirme que existe una isla llamada cojo...!".

Sofía es una investigadora social natural. ¡Hubiera dado una gran socióloga! Cierto día la dejé sentada en la escalera del edificio mientras yo salía a una rápida gestión. Puse a su cuidado una pieza metálica del motor. Cuando retorné, vino hacia mí, eufórica: "Papito, acabo de hacer un experimento increíble. ¡Comprobé que los adultos son más chismosos que los jóvenes! ¿Y sabes por qué? Pues mira, para no aburrirme, con la pieza del motor comencé a dar golpecitos en los peldaños y a observar cómo reaccionaban las personas que pasaban por la calle. Asómbrate: ¡los únicos que miraron para ver de dónde procedía el ruido fueron los adultos! ¡Ningún joven miró!".

Las relaciones entre ellas siempre me divirtieron. Sofía -aficionada a buscar temas singulares en Internet- un día trató de interesar a Beatriz con uno. "Mira, Betty, qué curioso. ¡Los elefantes no pueden subir escaleras!". Y le respondió, contundente: "Sofía ¿y a mí qué me importa? ¡Que vivan en un primer piso…!". En otra ocasión, Betty vino hacia mí, (aparentemente) sollozando. Al indagar por la causa, dejó de gemir y me preguntó, sin un ápice de llanto: "Papito, ¿cómo se llama esta parte de la cabeza?" Y se señaló la sien derecha. Le respondí: "Se llama sien". Entonces retornó a su falso lloriqueo y me dio la queja, que era su propósito: "¡Que Sofía me metió en la sien!".

Otra vez Sofía me pidió que le regalara un lapicero (a las dos les había dado muchos y todos los rompían o extraviaban). Le respondí que en ese instante no tenía. Su réplica fue rauda: "Dices que no tienes, pero ayer vi que le regalaste uno a mi maestra". Y yo, en modo jarana: "En efecto, le di uno a tu maestra, pero a ti te regalé mi corazón". Y ella: "Gracias, pero que yo sepa con el corazón no se escribe". En otra oportunidad, Betty me pidió estar un rato en la computadora: "Te la prestaré el mes que viene", le dije, en broma. Y ella: "Ay, qué lindo, dime tú, ¡el mes que viene!"... Me hice el agradecido: "¡Ah, y muchas gracias por lo de lindo!". Y ella: "¡Papito, fue una ironía!".

La paternidad me premió con un tesoro afectivo entre mis hijas y yo que figura entre lo más preciado de mis recuerdos. En mi anecdotario ellas tendrían entre 7 y 8 años de edad. Hoy, ya son adultas y nada es igual. Ahora que es el Día de los Padres, no me resisto a consignar dos momentos que me calaron hondo. Fue cuando Sofía me dijo, mirándome a los ojos: "Papito, si yo fuera una adulta y tú no fueras mi papá, me casaba contigo". Y Beatriz un día de mi aniversario: "¡Te amooo, gracias por ser el mejor padre del mundo y gracias Dios por dármelo a mí! ¡Feliz cumpleaños, Papi!".

A punto de ingresar en el club de los septuagenarios, ¿puedo pedirle más a la vida?

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