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El mundo vive en constante violencia, en los medios, en las redes, en las calles, al interior de nuestros hogares, en nuestros círculos. Parece lo de nunca acabar eso de imponer criterios, de disminuir al otro y quererlo borrar del mapa como si así pudieran eliminar las ideas incómodas. Es lo que sucede con tantos conflictos que ocurren en este momento, unos más mediáticos que otros, según la marea, es decir, la crítica popular, los intereses de las potencias, y más.

Un asunto del que se habla, aunque no demasiado, es del asesinato de líderes en la región de América Latina. Se habla, sobre todo cuando ocurre un evento, cuando se realiza un acto, un llamado a la paz. Pero de tan frecuente, a veces los titulares pasan desapercibidos como “otro más”. Y, así, pasan los días de tragedia en tragedia, hasta que sacamos cuentas de la impresionante cantidad de personas ultimadas casi sin que se estudien a fondo los casos y se busque y castigue al culpable. ¿Por qué? Quizás porque no es conveniente.

Esa es la única razón creíble para que veamos cómo la impunidad campea. Los esfuerzos no son suficientes. Lo confirman las estadísticas locales e internacionales sobre los sucesos de este tipo. Y los reportes indican que con mayor incidencia ocurren en Brasil, México y Colombia; sin descartar los picos registrados en otras naciones como Honduras, Haití y El Salvador.

Por ejemplo, una prueba está en que hace pocos días supimos que en estos ocho meses del 2024 llegó ya a 100 el número de activistas sociales asesinados en Colombia.

Poco ha importado la forma de gobierno en ese país. Los homicidios continúan aconteciendo casi ininterrumpidamente año tras año, atemorizando sectores que no consiguen vivir con sosiego. Confirma la situación de vulnerabilidad de las personas que, de algún modo, son defensores de los derechos humanos, y reconocidos como líderes sociales y de opinión, con intenciones progresistas para su entorno.

Querer el cambio y asumir responsabilidades comunitarias es, con seguridad, llamar la atención de bandas armadas que no dudan en acorralar para obligar al abandono de los propósitos que les molesta, y luego, masacrar para silenciar cuando encuentran la menor resistencia.

Y esta es una de las mayores crisis en Colombia que persiste más allá de voluntades. La realidad es que, a pesar de las promesas de las autoridades, continúan las amenazas de muerte y los homicidios a líderes, campesinos e indígenas. Todos son blanco fácil para grupo criminales, claramente superiores. Todo tiene trasfondo económico y político, y son sobrados los intereses en juego.

El escenario no es fácil. Se trata de un problema nacional que se genera en territorios donde prácticamente el Estado colombiano no puede incidir. Cuando menos tendrá control limitado. Por eso aumenta la inseguridad y también el desafío para conseguir la protección comunitaria.

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