Las Tunas.- Asumí la paternidad como un ejercicio de empatía, incluso, desde los primeros años. Así, por ejemplo, descubrí que la mejor manera de que no tocara las ollas, pozuelos y demás enseres en casa, cuando comenzó a andar, no era decirle el habitual "eso no se toca", porque, a fin de cuentas, los adultos sí tocaban lo que se le negaba y ella no comprendería por qué no podría hacer lo mismo.
Entonces opté por un "eso no es para jugar", porque a su corta edad ya había asumido un concepto primigenio: el juego; y ¡mira tú!, me dio resultado. Los sartenes, vasos y demás permanecieron en su sitio.
Ese intentar ponerme en su lugar me condujo luego a comprender lo difícil que es para una niña la paciencia, una virtud que se va adquiriendo, a menudo, porque no queda más remedio.
Concluí que cuando los adultos acudimos con nuestros hijos a cualquier sala de espera sufrimos en vano porque queremos que los infantes estén sentados tranquilos, quietecitos, casi inmóviles, como si no fueran precisamente eso, niñas y niños que descubren el mundo.
Así que, negado a sucumbir a la tiranía de los teléfonos móviles, ensayé otras formas de entretenerla más cercanas a su edad.
¿Sencilla? La paternidad no lo es en lo absoluto. Enfrente he tenido la natural tendencia a hacer su voluntad, a la que antepuse similar firmeza en las decisiones.
La paternidad ha sido, además, un constante descubrir y disfrutar cada instante, cada etapa. Negado a la falacia de que un segmento de su vida sea mejor que otro y mucho menos apurar los momentos.
A veces creo que se pretende, cuando son más pequeños, que luzcan como adultos, y luego, cuando crecen, entonces aspiran a que no lo sean.
Aún sigo en la tarea de cultivar un carácter de independencia y lucidez, dejando a un lado la condescendencia o la sobreprotección; anteponiendo la explicación, los argumentos, antes que el estúpido "no, porque yo lo digo". Y abrazando cada uno de sus intentos por hacer las cosas por sí misma, como si fuera el mío propio también.