vida dura caricatuiraLas Tunas.- Fui acumulando las dudas. Comencé a preocuparme cuando percibí que tenía agua fría todo el tiempo. Esta mañana, mientras disfrutaba del vaso sudado entre las manos, descubrí que efectivamente la disponibilidad en el congelador anunciaba a gritos que las provisiones garantizan, si acaso, una cena más. La cesta de los huevos vacía aclara que el tema de los almuerzos también clasifica de urgente. Entonces comienzo a prestarles atención a los pregones.

El primero en llegar hasta mi puerta es un señor que anuncia “mariscos a buen precio”. Lo veo hecho un mar de sudor y percibo desde mi portal su cesta casi llena. Presiento que “a buen precio” debe ser solo un gancho publicitario. Me arriesgo a preguntar. La ensarta de tres cojinúas grandes a 800.00 pesos y los mariscos a cifras astronómicas me dejan impotente. Me quedo calladita, empequeñecida, veo el fósforo pasar de largo ante mi capacidad de compra.

Casi acepto que “la vida está dura” con conformidad, hasta que una señora, tan explotada como yo comenta que “el precio está bueno para estos tiempos, pues es menor al de la carne de cerdo y el pescado es más sabroso”. Entro a casa balbuceando por lo bajo que bueno no está, más bien es carísimo para alguien que apenas cobra cinco mil pesos y debe hacer maromas para llegar a fin de mes. Mascullo, incluso, de más.

Ipso facto me voy a las redes, si voy a molestarme mejor que sea en Revolico. Veo pasar a un clic de distancia salchicha a 200.00 pesos, picadillo a 250.00 el tubo minúsculo, croquetas a 3.00 pesos, jamón a… ¡Pero qué cosa es esto!, parece que en el último mes hubo una revolución con los precios y está en tendencia el alza desmedida, ante la que solo permanece inamovible mi salario, el de los míos, y ni que vaya a aumentar…

Me carcome la cabeza el porqué de tanta inflación… Será esa ecuación inentendible del precio del MLC, el USD, la migración, la guerra de Rusia, la crisis mundial, el médico chino... en fin. Colma mi asombro que un pomo de aceite cueste hoy mil pesos, producto que, por cierto, sale de las tiendas en moneda nacional y sigue costando menos de 50.00 pesos. Sigo maldiciendo por lo bajo: “Nos estamos destrozando unos a otros, y yo sin poder devolver el golpe”.

La cosa exige calle, presencia física, colas, sudor. Me voy hecha una ventisca a la parada de guaguas. Desafío mi suerte, espero a que aparezca la ruta 10. ¡La 10!, qué ilusa. Cuarenta minutos después me cuelo en un coche, hecha un mar de sudores y enfado. En la piquera del Ferrocarril, cansada de tanto tropiezo le pregunto al cochero cuánto me cobra hasta el pueblo. Escudriño detrás de sus gafas oscuras. Calculo que no llega ni a 20.00 pesos, “los más jóvenes son los más peligrosos”, pienso.

La confirmación no se hace esperar: “200.00 pesos”. ¿Cómo, no te escuché? Vuelve a repetir la tarifa sin inmutarse. ¿Pero si estamos a ocho cuadras? “Es que voy a tener que regresar vacío y si no es por la carrera completa no me muevo”.

Sigo negociando, ¿cómo vas a virar vacío, si la calle está repleta hoy? El cochero imberbe sigue firme. Entonces pasa lo inaudito. Una mujer de las que espera en la piquera mete su cuchareta en el peor momento: “Los precios andan por las nubes, un par de zapatos vale cinco mil pesos y a la gente le molesta pagarles a los cocheros, ellos también tienen que vivir”.

La hubiese entendido si fuera familiar del cochero, si no llevara zapatos viejos y una licra decolorada, si no estuviera en el mismo lado que yo, el de los necesitados. Pero no. Le contesté que tenía razón, que la vida está redura, que los precios dan risa o ganas de llorar, pero que otra cosa que andaba a todas las fugas es la empatía, la solidaridad, la sensibilidad... ¡por Dios!, la sororidad. La escuché decir "la gente anda explosiva", pero seguí mi camino más liviana, eso de hablar por lo bajo, definitivamente no va conmigo.

Siguen pasando frente a mí cartones de huevos a 700.00 pesos, jamonada a 200.00 la libra y otras tantas cosas innombrables. En casa, me mantengo con agua fría en abundancia, parece que será una constante en el verano.

Los productos que aún no compro siguen saliendo de los mismos lugares. La mayor de las crisis, me temo, es que ahora mismo todo el mundo quiere vivir del invento, revender, sacarle el quilo al de al lado en nombre de las carencias, cuando a ojos vista, la mayor de las miserias, no es la que provoca hambre, sino esta urgencia de devorarnos los unos a los otros, con total impunidad.

 

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