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Las Tunas.- Ahora que Simone Biles ha situado en un primerísimo plano la otra cara del deporte, quizás sea tiempo de llamar la atención sobre las tremendas expectativas que los fanáticos de todo el mundo suelen trasladar a sus ídolos.

"No somos solo atletas. Somos personas al fin y al cabo, y a veces hay que dar un paso atrás", dijo la gimnasta estadounidense el martes al abandonar la arena de los Juegos Olímpicos de Tokio. Un día después, renunció también a competir en la primera final individual de gimnasia artística en Tokio 2020, que se disputó este jueves.

"Creo que la salud mental es más importante en los deportes en este momento. Tenemos que proteger nuestras mentes y nuestros cuerpos, y no solamente salir y hacer lo que el mundo quiere que hagamos", agregó la cuatro veces campeona olímpica, considerada como la mejor gimnasta de todos los tiempos.

UN ACTO DE GRAN VALENTÍA

"Algunas personas verán el darse por vencido como falta de voluntad o cobardía, pero en realidad es un acto de gran valentía exponer la dificultad, la debilidad y la salud mental al público", considera la psicóloga deportiva brasileña Livia Castelo Branco, en declaraciones a la agencia británica BBC.

La psicóloga Valeska Bassan, del Instituto de Psiquiatría de la Universidad de São Paulo, Brasil, también destaca el "coraje" de Simone Biles al reconocer y exponer sus límites, y sugiere que la decisión puede haber estado motivada por factores relacionados con el estrés, pero también por el autoconocimiento. "Es preguntarse: '¿por qué tengo que pasar por todo esto?' Y, sobre todo, '¿por quién?'", dice Bassan, destacando las presiones externas a las que está sometida Biles.

Aunque mucho más común de lo que podría pensarse, la problemática adquiere mayor notoriedad por tratarse de la extraclase gimnasta norteamericana, quien ha revolucionado desde todo punto de vista su deporte. La atleta de apenas 24 años ha roto con cada uno de los estereotipos que por décadas marcaron a una disciplina tan traumática y sacrificada, pero muchas veces también un poco retrógrada, como ha sido la gimnasia artística.

En los Juegos de Tokio ha habido el mismo espacio para una súperveterana como la uzbeka de 46 años Oksana Chusovitina, que para niñas de 16 con potencial de campeonas. Y han compartido tapiz y aparatos mujeres negras, blancas o asiáticas con una naturalidad que debería ser la norma, pero que desgraciadamente ha sido excepción.

“Sin Biles, el deporte no sería tan diverso como es y como será”, escribió Juliet Macur en The New York Times. La periodista cuenta que se sorprendió por la cantidad de niñas “de color” que han llegado de todas partes de Estados Unidos hasta el World Champions Centre, el gimnasio de Spring, Texas, propiedad de su madre, en el que entrena la campeona.

No obstante, más allá de la diversidad, hay otros factores incluso más importantes. En buena parte gracias a Biles, las gimnastas no son ya niñas que callan asustadas, sino mujeres con voz propia.

Comenzó en 2016 con un escándalo en Estados Unidos, la denuncia por abusos sexuales al médico del equipo norteamericano Larry Nassar. En una dolorosa reacción en cadena, unas 260 gimnastas acudieron a declarar en un juicio que terminó con una condena a más de 200 años de cárcel.

Ya reconocida como la número uno del mundo, Simone Biles anunció que también había sufrido abusos por parte de Nassar y expresó su compromiso de ayudar a todas las gimnastas a hablar y ser escuchadas. Desde entonces, pasó de ser la mejor competidora del mundo a convertirse en una verdadera líder, admirada no solo por su genialidad técnica, sino por su entereza ante la vida y su fortaleza psicológica.

Sin embargo, cuando en abril de 2020 Biles conoció del aplazamiento de los Juegos Olímpicos, se retiró a un rincón de su gimnasio de entrenamiento y comenzó a llorar. Al parecer, no creía tener fuerzas para aguantar un año más sometida a la presión extrema que implica su doble condición de estrella del deporte e ícono mundial. Las consecuencias se están viendo ahora en Tokio, después de que su mente dijera “no más” y la obligara a parar.

SIMONE NO ESTÁ SOLA

Aunque seguramente sea el más notorio, el caso de Simone Biles está lejos de ser único. El Comité Olímpico Internacional ha reconocido que al menos el 35 por ciento de sus atletas de élite experimentan ansiedad, depresión, abuso de sustancias o trastornos alimenticios en algún momento de sus carreras.

El mejor nadador de todos los tiempos, el norteamericano Michael Phelps, sufrió depresión e ideas suicidas luego de los Juegos Olímpicos de Londres 2012; mientras que la japonesa Naomi Osaka, varias veces número uno del ránking mundial de tenis, ha admitido que las conferencias de prensa la hacen sentir “vulnerable y ansiosa”.

En otras ocasiones, han sido las crisis mentales o la fatiga extrema las enemigas de deportistas de primer nivel mundial, por no hablar de las manifestaciones de xenofobia y racismo que cada tanto afloran en diversos escenarios.

Porque al margen de la lucha interior de cada atleta, un porcentaje altísimo de sus retos tiene que ver con la presión que ejerce la fanaticada, multiplicada exponencialmente en la última década por el auge de las redes sociales.

No pocos estudios han hablado de las dinámicas psicosociales que signan el comportamiento de las aficiones, abundando en torno al traslado hacia sus ídolos de expectativas insatisfechas y metas personales no cumplidas.

UNA LECCIÓN PARA LA AFICIÓN CUBANA

De todo ello deberíamos saber bastante en Cuba, tierra de una de las aficiones más exigentes (y acaso más injustas) del mundo. Por muchos años y por razones diversas, que van desde lo idiosincrático hasta factores sociopolíticos de mucho peso, el deporte cubano fue embajador de las conquistas de un sistema en sempiterno conflicto con los principales centros de poder occidentales.

En ese contexto, la concepción “bélica” de la actividad atlética nos llevó a ganar todo tipo de “batallas”, cuando en realidad se trató siempre del trabajo sin descanso y el talento de hombres y mujeres enfrentados a la voluntad y los deseos de ganar de sus contrarios.

Así llegaron conquistas increíbles, como la de ganarle a Estados Unidos los Juegos Panamericanos de 1991 o el irrepetible quinto lugar por naciones en los Juegos Olímpicos de Barcelona, un año después.

Desde entonces, la evolución del deporte hacia un modelo de negocio y la crisis económica más o menos constante a la que ha estado sometido el país, han marcado el paso de las delegaciones antillanas por el concierto olímpico, hasta llegar a la capital japonesa con un improbable pronóstico de mantenerse entre los 20 primeros lugares.

En ese tránsito, nos quedó como daño colateral cierto chovinismo a la criolla, que llegó al punto de demeritar medallas olímpicas por el simple hecho de que son las preseas de oro las que permiten subir o bajar puestos en el medallero.

Uno de los atletas que más sufrió ese sinsentido fue el amanciero Yordanis Arencibia, juzgado sin piedad por no haber pasado de su condición de doble medallista de bronce en citas estivales. El que en su momento fuera el mejor judoca del mundo en los 66 kilogramos ha debido cargar con el inexplicable estigma de no poder subir a lo más alto del podio.

Por eso ahora, cuando se hace cada vez más difícil tener representación cubana entre los mejores del mundo y las grandes gestas de antaño son solo una añoranza más, quizás convenga valorar en su justa medida el sacrificio sin límites de nuestros atletas, todo lo que el deporte se lleva y jamás les devuelve.

Probablemente sea tiempo de verlos como vemos ahora a Simone Biles: no solo la gimnasta más espectacular que haya existido, sino una simple muchacha de Ohio, Estados Unidos, intentando encontrarse a sí misma.

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