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Las Tunas.- Llegó a la bodega con el sudor pegado en la ropa y se colocó al final de la fila. Miró el reloj e hizo las cuentas precisas, no del dinero en su cartera, sino del tiempo del que disponía para estar allí, con el sol que “raja piedras” y más de 10 personas por delante.  Pensó que si no aprovechaba la oportunidad, luego surgirían complicaciones, y en casa ya no quedaba ni una gota de aceite. A los pocos minutos un joven de tez oscura, que no había visto antes en el barrio, le pidió el último y así, de a poco, fue creciendo la cola.

En el fondo, Mirna sintió cierto alivio de no ser la última, aunque la sombra ya no alcanzara para todos. Intentó mantener la distancia y se dijo: “Aunque venga Sorayita (la más conversadora del vecindario) no abriré mi boca, el coronavirus anda acabando”. Y así hizo durante los próximos 10 minutos, pero estar callada no se le da muy bien. “Seño, usted ha visto cómo se demoran despachando, yo quisiera saber qué hacen allí adentro tantas horas”, le comentó a una sesentona, que también esperaba su turno. Aquellas palabras fueron una orden en una carrera de atletismo “listos, fuera”.

Allí todos dieron su opinión, desde la muchacha recostada a la pared, con aspecto de quien jamás ha hecho una cola, hasta el abuelo con cara de pocos amigos. Tampoco faltó una palabrota ni los chistes que hacen más soportable esta realidad nuestra. La gente compartió sombrillas y pesares, y hasta suplicó por la recuperación de los dependientes de siempre, esos a los que no pocos les vociferan e irrespetan, y que por estar enfermos de la Covid-19 debieron ser remplazados por otros, a todas luces, nada ágiles.

Mirna reconoció a la doctora que tiempo atrás había asistido a su hijo y aprovechó para preguntarle cómo le iba en el trabajo. Y justo ahí volvió a recordar al “bichito”, ese que le hizo prometerse no socializar ni cruzar la línea invisible de un metro y tanto, de la que hablan los especialistas. Recorrió con la mirada el lugar, y entre la tos de una muchacha, el nasobuco en la punta de la nariz de Felo, los reclamos de Ana que no puede evitar bajarse la mascarilla, se descubrió amenazada y lo que es peor, cómplice de todo aquello.

Con los miedos revueltos traspasó el umbral de la puerta. Desinfectó sus manos y siguió sin emitir vocablo hacia el mostrador. Tres paquetes de café, el aceite de tres personas y los alimentos de donación fue todo cuanto pidió. Esperó que el dependiente hiciera la nota y plasmó su firma en una libreta como constancia de lo recibido. Se embadurnó de nuevo con su loción, porque “ese lapicero lo toca todo el mundo”, y pasó a recoger los productos.

Se fue del lugar con un gran peso en la conciencia. En el camino recordó el escrito del periódico que días atrás ella misma había leído a su madre, en el cual una experta alertaba de la trasmisión del virus en las colas, de la gente que aprovecha para conversar y no respeta el distanciamiento, del mal uso del cubrebocas… y que de ahí salen cuatro o cinco contagiados.

Ya en casa, corrió directo al baño, y la ropa la dejó colgada afuera, igual que los zapatos. Restregó con fuerza toda su piel sin conseguir despojarse de la preocupación. Mirna no pudo abrazar al pequeño Daniel, ni lo hará durante los próximos días, por lo menos hasta tener la certeza de que no trajo el virus consigo. Y ojalá ese sea el menor precio por ser parte de la insensatez colectiva.

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